3/08/2009

Demasiado ocupados para percatarse de ellos

Un día, al volver del instituto, Saira levantó la vista y vio las nubes. Aquellas uniones de partículas de agua o nieve-lo había estudiado en 6º de primaria-le parecieron fascinantes. Simplemente, le parecieron hermosas, con sus formas cambiantes y sus movimientos tranquilos y pausados.
Estuvo horas abstraída, mirando aquellas nubes blancas, etereas, esponjosas como conejitos. Se imaginó a sí misma saltando en aquella inmensa blancura, y sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción.
Desde aquel día, siempre que volvía del instituto bajaba al prado de al lado de su casa y allí miraba las nubes, abstraída en sus pensamientos.
Un día, un chico le preguntó que estaba haciendo. Y ella, sin dudarlo, respondió: “Creo castillos de nubes en mi reino de blancura” El chico se encogió de hombros y se fue, pensando que aquella chica tan guapa estaba loca.
A Saira no le importaba lo que pensaran los demás. Ella sabía lo que quería hacer, y con eso le bastaba.
Y entonces, aquel día de Enero en el que llovió tanto, notó en su mano un movimiento húmedo. Le sorprendió ver aquel caracol. Era muy pequeño, y sus movimientos le recordaban a los de sus nubes. Cualquier chica de su edad hubiera apartado aquel bichejo inmundo lejos de si, pero ella era diferente. “Qué bonito” pensó, maravillada. Miró a su alrededor y descubrió un mundo nuevo que nunca había visto, aún habiendo estado tumbada en el mismo sitio todos los días durante meses. Observó el afanoso trabajo de las hormigas, que se esforzaban por alimentar a su reina. Observó los saltamontes que saltaban de hoja en hoja, haciendo saltar algunas gotas de agua. Observó los caracoles, que con sus lentos pero constantes movimientos llevaban su casa a cuestas, y que siempre llegaban, más tarde o más temprano, al lugar donde querían ir.
Ahora, Saira se sentía… era difícil de definir. Se sentía poderosa y humilde, y grande y pequeña a la vez. Pero de lo que si que estaba segura era de que había encontrado la felicidad más absoluta.
Ahora, tuvo que dividir su tiempo entre el reino de nubes y el de insectos. No le importaba. Primero, observaba a las hormigas, los saltamontes y los caracoles. Y después, cazaba formas entre las nubes e imaginaba su reino hasta quedarse dormida.
Le gustaba todo aquello. Sus compañeras de clase pensaban que era muy rara. “Es amiga de los caracoles”dijo una de ellas, con asco. “Y cuentan que imagina que vive en nubes”contó otra. Siempre la habían llamado rara, pero ahora ya no se le acercaba nadie. Pero a Saira no le importaba lo que pensaran los demás. Ella era feliz con aquella simpleza, y no necesitaba nada más. Dijeran lo que dijeran, ella era feliz así. No necesitaba ni zapatitos de charol ni vestiditos caros. Ella solo necesitaba sus dos reinos.
Saira volvía siempre a las seis en punto como un reloj, dijeran lo que dijeran las idiotas de sus compañeras. Porque a ella no le importaba el que dirán. Solo le importaban aquellas pequeñas cosas que para otros eran insignificantes, pero que para ella eran las cosas más importantes.
Siempre la pinchaban sus compañeras de clase con que dejase aquellas estupideces, que ella no era Blancanieves para hacerse amiga de los bichos. Pero a Saira le daba igual y seguía yendo todos los días al prado. Seguía observando todos los días a los animalillos, y después miraba las nubes. Ella sabía que la gente estaba celosa de la felicidad que ella había logrado alcanzar. Descubrió que en el budismo, a su felicidad la llamaban Nirvana. Pues vale, como quisieran. Según eso, ella había alcanzado el Nirvana.
Empezaron a llamarla la loca del prado. Pero Saira sabía que solo era por envidia.
Un día, por el prado apareció un trabajador social, que le preguntó si tenía problemas en casa. “No”contestó ella, extrañada, aún mirando a las nubes. “Entonces, ¿porqué vienes aquí?”preguntó el trabajador social. “Porque no voy a abandonarles”contestó ella, como si fuera obvio. El trabajador se encogió de hombros, como todo el mundo que hablaba con Saira, y se fue.
No volvió a tener más problemas de ese tipo. La gente la miraba raro, pero la dejaban tranquila.
Y un día, cuando volvía a casa a dormir, se fijó en las personas, cosa que nunca antes había hecho. Nunca había entendido a la gente. Era extraño que no entendieran como se sentía ella. Y como le gustaba mirar, miró a la gente para aprender.
Vio a un hombre que hablaba por teléfono cargado con un maletín de cuero. Pisaba sin fijarse por donde iba mientras caminaba a toda velocidad dando grandes gritos, hablando sobre un problema con las acciones.
Luego miró a una señora. Iba cargada con bolsas, y ponía mucha fuerza en los músculos para poder cargar con todas las bolsas a la vez mientras regañaba a su hijo, de la edad de Saira, que iba con unos cascos puestos mirando a las musarañas.
Por delante de ella, pasaron unas niñas corriendo para llegar pronto a casa y que no las riñesen sus padres.
Vio un montón de coches en la calle paralela a la suya, pitando, y a mucha gente insultándoles por ello. Pero a Saira no le molestaba aquel ruido tan agudo.
Volvió a casa, intrigada, y observó a sus padres. Su madre estaba preparando la cena, apurada porque se le quemaba esto, o porque se le pasaba aquello. Su padre estaba en su despacho, acabando unos informes que tendría que presentar al día siguiente en el trabajo.
Tanto su padre, como su madre, como la gente que vio en la calle, no conocían su felicidad.
Saira quería acercársela, que al menos la pudiesen tocar con la punta de los dedos y sentirse bien. Pero aunque lo intentase una y otra vez, su padre y su madre siempre le salían con excusas. ‘Saira, ahora no puedo’ o ‘Saira, ahora no tengo tiempo. ¿No lo ves?’Saira se sintió triste por sus padres, pero ellos le aseguraron que no se preocupara y que disfrutase ella de aquellos privilegios. Aún así, ella no lograba entender los sentimientos de sus padres, ni los de las personas de la calle. Estaban demasiado ocupados para percatarse de ellos.
Fue pasando el tiempo, y Saira acabó por olvidarlo. Todos los días sin excepción volvía al prado, aunque su madre la riñese por infantil. Le daba lo mismo, ella no sabía como se sentía si propia hija y quería privarle de su felicidad. Pero aunque algunas voces rencorosas murmuraban aquello en su conciencia, Saira las ignoraba siempre, y, como siempre, volvía al prado con una sonrisa en los labios, pensando que al día siguiente conseguiría que sus padres bajaran con ella a disfrutar de su felicidad.
Daba igual que nevase o lloviese, que tuviera un examen o una boda, todos los días, a las seis en punto estaba en su prado. Y si, por la razón que fuera, se retrasaba, se quedaba más tiempo como penitencia.
Y entonces, apareció aquel chico. Estaba decidido a conquistarla, a hacerla olvidar de una vez el maldito prado.
Primero se le acercó y le preguntó si podía tumbarse con ella. Saira le dijo que adelante. Él se tumbó.
Después, le preguntó que hacía. Ella le dijo que miraba a los animalillos hacer sus quehaceres. ‘Pero a veces estás mirando las nubes’ dijo él. Ella le contestó que más tarde miraba las nubes.
A continuación, se le acercó y le tocó un hombro. Ella no rehuyó el contacto, pero se dio la vuelta, y la mano del chico acabó en su pecho. Él la apartó, avergonzado.
Quiso dialogar con ella, pero le hizo callar un par de veces. Se aburría mucho. ‘Porqué no habré traído el iPod…’ pensó.
Entonces, para distraerse, miró a las nubes. Y también quedó fascinado con ellas.Al día siguiente volvió. Y al otro. Y al siguiente.
Y, como Saira, acabó por fijarse en la gente. Y, como Saira, no entendió cómo se sentían. Cómo podían estar tan estresados.Saira acabó charlando con él. Ahora, en vez de a las seis en punto, siempre estaba en el prado a las cinco. Y él también. Se gustaron mucho.
El chico, que al principio solo quería utilizarla para fardar ante sus amigos, se enamoró de ella. Y Saira se enamoró de él. Se enamoró de sus ocurrencias, y de sus continuos fallos. Se enamoró de que, como ella, no entendiese a las demás personas. Se enamoró de él.
Nigel, porque así se llamaba el joven, se declaró a Saira justo cuando esta se levantaba para volver a casa. Al principio ella se sorprendió mucho, pero enseguida aceptó salir con él, aunque no cambiaron para nada sus hábitos, y casi todas sus escapadas consistiesen en ir al prado. Aunque a veces iban al cine, o a tomar algo.
El tiempo seguía pasando, y la pareja llegó a la universidad. Y volvían al prado todos los días juntos, ahora que vivían en la misma casa.Y se licenciaron, y volvían todos los días al prado. Y encontraron trabajo, y volvían todos los días al prado. Y tuvieron dos hijos, y volvían todos los días al prado. Y se jubilaron, y volvían todos los días al prado. Y murieron los dos juntos, en el prado, observando el lento avance de las nubes.
Allí siguen sus tranquilos espíritus, intentado hacernos entender que estamos perdiéndonos cosas maravillosas por no tener tiempo. Pero estamos demasiado ocupados para percatarnos de ellos.
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Esta la escribí un día mientras volvía de kárate y pasé al lado del descampado de al lado de mi casa (así se me ocurren las ideas, sí xD). Es muy feliz, me apetecía escribir algo alegre. Aunque personalmente las prefiero un poco más oscuras, la verdad^^U.

1 comentario:

  1. Muy bonito!!!, me encanta el mensaje, muy cierto :).

    Nyappy!.

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